Cada vez que le decía “escribí algo” me preguntaba con ojos esperanzados “¿una carta para mí?”. Podía ver en su mirada la ilusión de recibir un ramo resplandeciente de palabras hermosas. Una nueva sensación que haya surgido en mi alma y repercutiera en él como un destello de felicidad. Una confesión divina, una frase salvadora, un pase con garantía para la alegría eterna.
Y nunca escribí la carta. No me atreví a intentarlo. Temí apagar esa fabulosa ilusión de un algo maravilloso que ni él ni yo sabemos qué es.
Y me quedé con sus ojos brillantes. Preferí su mirada esperanzada, esa que me confirma que está esperando algo, y por eso va a quedarse.
Y entonces no se lo dije, no le confesé nunca que él para mí lo es todo.
Y nunca escribí la carta. No me atreví a intentarlo. Temí apagar esa fabulosa ilusión de un algo maravilloso que ni él ni yo sabemos qué es.
Y me quedé con sus ojos brillantes. Preferí su mirada esperanzada, esa que me confirma que está esperando algo, y por eso va a quedarse.
Y entonces no se lo dije, no le confesé nunca que él para mí lo es todo.