jueves, 24 de mayo de 2007

Pantuflas para la vida

¡Qué gracioso, por favor! Salí de casa en pantuflas. Salí a disfrutar cómodamente la vida. Salí sin la presión de las botas ni las vueltas de los cordones. Sin la mirada juzgadora. Sin el atormento de las apariencias. Salí como quien se siente en casa, como aquel que está plácido y tranquilo en su mesa de living. Salí como si no saliera yo.
Y ahora me río. Me río de ese intento fallido e inconsciente de no encasillarme y acartonarme. De no fijarme. De distenderme y de no preocuparme.
Me río por haber elegido la comodidad a las apariencias. Me río por haber deseado. De ese “yo” me río. Pero digo ¿no debería reírme del otro? Del “yo” que se prepara, que se preocupa, que planea y calcula, que se atormenta, que se presiona, que decide cómo verse según las circunstancias y lo que vayan a pensar los demás.
Y entonces digo “¡Qué gracioso, por favor!”, pensar quince veces qué ponerse a la mañana, calculando y especulando fríamente con el accionar del día. Programarse, como si uno fuera una máquina productiva que no pudiera parar para sentir, para disfrutar. Qué gracioso no acordarse. No acordarse de uno, de lo que quiere, de lo que es. Qué gracioso aparentar, ocultarse, disimular, disfrazar tras un par de botas con estilo la verdadera y simple personalidad.
Qué lindo. Qué lindo sería relajarse. Ir en pantuflas por la vida. Acomodarse. Salirse, empezando por los pies, liberándolos. Y qué lindo sería respetarse. Respetar el deseo, el juego, las pantuflas. Qué distinto sería todo si pudieran respetarse las pantuflas, envueltas en un caminar cómodo y pausado, tranquilo y auténtico.
Pantuflas despojadas de prejuicios y repletas de sinceridad. Pero no pantuflas de moda, eso no, eso implicaría caer de nuevo en la banalidad. Pantuflas personales, mis pantuflas, las que me reconfortan y me acompañan, las que me abrigan cuando solo necesito eso. Pantuflas de placer y de nada, solo pantuflas, pantuflas de entre-casa.

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