jueves, 26 de noviembre de 2009


Era tarde, como las cuatro de la mañana. O temprano.
Un día de esos que no habían dejado nada.
Tenía un par de ojotas, flores secas en la mano y una túnica celeste de la que chorreaba agua.
Le dije que no pasara. Se quedó en la puerta como un perro amaestrado.
Le di dos manzanas viejas y una bolsa de semillas.
Agradeció sin ganas.
Cerré la puerta, volví al insomnio y me di cuenta que la extrañaba.
Salí corriendo.
La encontré dos cuadras atrás, sentada a los pies de un poste de luz.
De la primera manzana ya no quedaban ni los carozos. Masticaba la segunda con ojos desorbitados mientras sostenía la bolsa de semillas como si fuera un tesoro.
Me senté al lado.
No me miró.
Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos.
Me dormí sin preguntar, cuatro o seis horas seguidas.
Cuando desperté se había ido.
Volví a casa. Encontré la bolsa de semillas en mi mano. Me saqué la túnica celeste. Seguía chorreando agua.

martes, 10 de noviembre de 2009

Y... vamos a llamarlo Ningún Lado.


¿Viste esos días que no querés estar ningún lado? ni en tu cama, ni trabajando, ni en una fiesta, ni en la playa. Simplemente en ningún lado. Y entonces el problema: ningún lado no existe.

¿Cómo puede no existir? lo inventaría, cobraría entrada y ganaría millones, porque sé, tengo la firme certeza, de que a todos alguna vez les pasa, a todos en todo el mundo. Así que abriría miles de sucursales, vendería franquicias, me convertiría en un genérico. “Vamos a Ningún Lado.“

Sin embargo resulta hasta imposible de imaginar, porque entonces Ningún Lado sería ahora un lugar, y un lugar es un lado, y si es, entonces existe, y si existe es algo, y si es algo no es nada, si no es nada tampoco sería Ningún. Entonces mi proyecto fracasa, pero las ganas de estar en Ningún Lado quedan, como muchas otras cosas de la vida.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Disimulada soledad


Murió ese actor, ícono de algún tipo de rebeldía de los últimos años, al que todos calificaban de audaz, creativo, verborrágico o sin pelos en la lengua. En la tele muestran el velatorio y ver a una persona muerta adentro de un cajón especialmente exhibida para que todos la miren es algo que nunca entendí y que me genera en el cuerpo una sensación de debilidad absoluta.
Uno de sus amigos actores habla a las cámaras y dice que, dentro del inmenso dolor que siente, rescata que su amigo haya vivido plenamente porque fue un tipo que hizo lo que quiso. Por un momento el comentario me suena atinado, pero dos segundo después pienso cómo alguien puede saber si otro hizo precisamente lo que quiso. Cómo saber si no hizo lo que pudo, lo que le salió, lo que le resultó más fácil. ¿Y si el tipo en realidad quería formar una familia, con hijos y una esposa que lo ame? ¿si después de cada función, después de brindar con champagne y de drogarse, cuando llegaba sólo a su casa dormía abrazado a su perro porque era lo único que tenía para abrazar? ¿si las puteadas, la frontalidad, los personajes agresivos eran una forma de expresar su propio dolor y de ocultar su debilidad?

Murió de cáncer. Siempre asocié esa enfermedad al ocultamiento y la soledad. Soledad de aquel que se guarda para sí mismo, que se esconde, que no logra mostrar sentimientos de angustia, furia, confusión, enojo, dolor, remordimiento, frustración; de aquel que inconcientemente reprime lo más profundo de su ser, y muestra otro, el que puede, el que sale. Pero esos sentimientos que guarda jamás desaparecen, y se concentran todos en algún rincón del cuerpo, ahí se juntan hasta que un día el rincón no les alcanza, les queda chico, y comienzan a expandirse, hasta que lo ocupan todo, entonces el otro, el que todos conocían, el que hacía lo que quería, ya no existe.