jueves, 31 de mayo de 2007

A HERNÁN, mi amor, mi locura, lo que nunca le escribí.


Cada vez que le decía “escribí algo” me preguntaba con ojos esperanzados “¿una carta para mí?”. Podía ver en su mirada la ilusión de recibir un ramo resplandeciente de palabras hermosas. Una nueva sensación que haya surgido en mi alma y repercutiera en él como un destello de felicidad. Una confesión divina, una frase salvadora, un pase con garantía para la alegría eterna.
Y nunca escribí la carta. No me atreví a intentarlo. Temí apagar esa fabulosa ilusión de un algo maravilloso que ni él ni yo sabemos qué es.
Y me quedé con sus ojos brillantes. Preferí su mirada esperanzada, esa que me confirma que está esperando algo, y por eso va a quedarse.
Y entonces no se lo dije, no le confesé nunca que él para mí lo es todo.

miércoles, 30 de mayo de 2007

Pincha Mayurasan

Pincha Mayurasan es una postura de yoga. No recuerdo bien cual, me cuesta asociar esos nombres tan particulares con la forma de acomodar el cuerpo, fortaleciendo alguna parte y elongando otra, construyendo y soltando, conteniendo el aliento pero a la vez respirando.
Pero cuando la profesora dice con voz fuerte “Pincha Mayurasan” no puedo evitar pensar en diferentes tipos de pinches que por lo general, supongo que en atribución al hambre que me genera el ejercicio, termina por ser una especie de pinche largo y de madera que finalmente toma forma de brochette. Una brochette perfecta acompañada de gente a la que quiero, en definitiva, un lindo momento.Y todo eso transcurre en mi cabeza, mientras mi brazo izquierdo se tonifica y el derecho se estira hacia el infinito, y mis glúteos se contraen, y la pelvis se relaja. Y así se pasa la clase de yoga con la dicotomía típica de quien no tiene la cabeza en el mismo lugar que el cuerpo. Y así se pasa la vida, imaginando un lugar y yendo a otro, volando con los pies sobre la tierra, cantando para adentro, cumpliendo los mandatos.
Y cuando quiero volar solo me digo “Pincha Mayurasan”, y vuelvo a la brochette de mis sueños.

La ciudad

De pronto se sintió un fuerte temblor, seguido de un estallido seco y poderoso que separó, sin titubeo alguno, la ciudad en dos. Una catástrofe nuclear o un castigo del más allá que nadie se preocupó por entender. Simplemente los sobrevivientes comenzaron a correr desahuseados y desesperados, sin rumbo. Se chocaban entre ellos, se pasaban por encima, se buscaban, giraban en círculos más grandes y más pequeños, algunos hasta giraban sobre sí mismos. Todo estaba perdido. Sus casas y caminos, sus familias y hasta ellos mismos.
Algunos tomaron rápidamente la decisión de escapar. Huir hacia otro lugar quizás más seguro. Otros no pudieron con su propia angustia y murieron allí mismo, en medio del caos. Solo uno, un fuerte o un astuto, logró escabullirse por encima del hacha, alcanzar al cruel leñador y pellizcar con toda su furia la mano del hombre que les había apagado la vida. Pero él también murió, ante el comentario de otro humano que anunció fría y desinteresadamente “Tenés una hormiga en el brazo” y luego, la oscuridad completa.

jueves, 24 de mayo de 2007

Historia urbana

Hoy viajé en colectivo al centro. Hace mucho no viajaba, y lo hice porque quise. Podría haber ido en auto, pero no, elegí el colectivo. Elegí despejar la mente, no preocuparme por si el de adelante va muy despacio o si el de atrás parece estar apurándome con la mirada por el espejo retrovisor. Elegí que el horario de llegada no dependiera de mí, sino de la voluntad del pobre colectivero malhumorado que probablemente hiciera lo posible para atravesar a cuanto auto se le cruzara con tal de terminar rápido su dosis de vueltas diarias y volver al fin a su casa, a descansar. Elegí la gente, viajar acompañada, apreciar el paisaje, tener las manos libres y la mirada perdida. Pero así también, elegí la guerra.
Ya había casi olvidado esa sensación maniática y a la vez entretenida de viajar en un colectivo lleno, pero no necesité ni diez segundos para recordarla. Subí, contemplé el panorama, y entendí que la lucha había comenzado.
Hice un análisis profundo antes de tomar mi posición. Adelante, gente grande, asientos para discapacitados, pocas probabilidades de ganar un lugar rápido. Y si acaso lo ganara, posiblemente correría el riesgo de tener que perderlo ante el ingreso de algún pobre hombre mayor que lo necesitara más que yo. No. No podía permitir que eso me pasara. Esa es la pérdida absoluta. La derrota total. Es como si un país en guerra perdiera todo su ejército para ganar un territorio y luego lo devolviera a su país de pertenencia. No podía arriesgarme a verme en esa situación en la que el pobre hombre mayor inocentemente subiera con la espalda encorvada y la cabeza gacha, y yo comenzara despiadadamente a girar la cabeza para aparentar que no lo ví. Mirar atentamente por la ventanilla como si del otro lado hubiera algún espectáculo maravilloso que no me pudiera perder. O peor aun, me hiciera la dormida repentinamente, con la culpa remordiéndome la consciencia y sin el valor de abrir los ojos para verificar si alguien le había cedido finalmente el asiento a ese pobre viejo, así yo pudiera nuevamente depertar. No, no podía ni quería llegar a esa situación.
Caminé hacia atrás, pasando la puerta del centro, donde se albergan los más jóvenes y quizás también los que planean un viaje más largo. Pero me arriesgué. Alguien en algún momento tendría que bajar.
Me acomodé en el medio de dos asientos, sabiendo que así tendría más posibilidades de ganar cuando se bajara uno u otro. Pero la gente empezó a subir y el colectivo se empezó a llenar. Ya no podría ocupar dos lugares, tendría que decidir.
Los otros como yo me miraban desafiantes, alertas y preocupados por ver la decisión que iba a tomar, y me hacían saber con sus miradas que no habría vuelta atrás. Una vez que decidiera el lugar, nadie me ofrecería pasar ni me cedería su fortuna si el momento llegara. Entonces me decidí. Aposté todo al chico de barbita candado que escuchaba música en su Motorola V300 negro. Tenía las mismas zapatillas que yo, las Nike grises, eso me gustó pero no fue por eso que lo elegí. A decir verdad, tampoco fue por él, y creo que ese fue mi principal error. Elegí ese lugar porque era el que tenía el caño que va del piso al techo, y me permitía agarrarme más comodamente que las manijas de los respaldos que hay en los asientos. Sí, elegí la comodidad. Elegí luchar desde una posición de privilegio, y por eso perdí.
Muy en el fondo yo sabía que él no se iba a bajar antes que yo. Me lo decía su cara, su aspecto, su forma de acomodarse en el asiento tratando de encontrar la mejor posición porque obviamente todavía le quedaba un largo tramo por recorrer. Lo noté también en su mirada y en su forma relajada de contemplar el paisaje. No como quien vislumbra el lugar al que está por llegar, sino más bien como aquel que pasea sin importarle el tiempo.
Y sí, me equivoqué. Perdí. Me comí un viaje de cuarenta minutos parada, mirando con bronca a los afortunados que se sentaban. A aquellos suertudos e inteligentes que habían elegido mejor que yo, que supieron estar en el lugar indicado en el momento justo. A los que me habían ganado.Bajé del colectivo con la frente en alto, asumiendo mi pérdida con un orgullo casi soberbio. Inclusive bajé antes de lo que debía. Preferí caminar las pocas cuadras que me faltaban, un poco resignada sabiendo que de todas formas iba a seguir estando parada, y otro poco como castigo por mi propia derrota.

Pantuflas para la vida

¡Qué gracioso, por favor! Salí de casa en pantuflas. Salí a disfrutar cómodamente la vida. Salí sin la presión de las botas ni las vueltas de los cordones. Sin la mirada juzgadora. Sin el atormento de las apariencias. Salí como quien se siente en casa, como aquel que está plácido y tranquilo en su mesa de living. Salí como si no saliera yo.
Y ahora me río. Me río de ese intento fallido e inconsciente de no encasillarme y acartonarme. De no fijarme. De distenderme y de no preocuparme.
Me río por haber elegido la comodidad a las apariencias. Me río por haber deseado. De ese “yo” me río. Pero digo ¿no debería reírme del otro? Del “yo” que se prepara, que se preocupa, que planea y calcula, que se atormenta, que se presiona, que decide cómo verse según las circunstancias y lo que vayan a pensar los demás.
Y entonces digo “¡Qué gracioso, por favor!”, pensar quince veces qué ponerse a la mañana, calculando y especulando fríamente con el accionar del día. Programarse, como si uno fuera una máquina productiva que no pudiera parar para sentir, para disfrutar. Qué gracioso no acordarse. No acordarse de uno, de lo que quiere, de lo que es. Qué gracioso aparentar, ocultarse, disimular, disfrazar tras un par de botas con estilo la verdadera y simple personalidad.
Qué lindo. Qué lindo sería relajarse. Ir en pantuflas por la vida. Acomodarse. Salirse, empezando por los pies, liberándolos. Y qué lindo sería respetarse. Respetar el deseo, el juego, las pantuflas. Qué distinto sería todo si pudieran respetarse las pantuflas, envueltas en un caminar cómodo y pausado, tranquilo y auténtico.
Pantuflas despojadas de prejuicios y repletas de sinceridad. Pero no pantuflas de moda, eso no, eso implicaría caer de nuevo en la banalidad. Pantuflas personales, mis pantuflas, las que me reconfortan y me acompañan, las que me abrigan cuando solo necesito eso. Pantuflas de placer y de nada, solo pantuflas, pantuflas de entre-casa.