Hoy viajé en colectivo al centro. Hace mucho no viajaba, y lo hice porque quise. Podría haber ido en auto, pero no, elegí el colectivo. Elegí despejar la mente, no preocuparme por si el de adelante va muy despacio o si el de atrás parece estar apurándome con la mirada por el espejo retrovisor. Elegí que el horario de llegada no dependiera de mí, sino de la voluntad del pobre colectivero malhumorado que probablemente hiciera lo posible para atravesar a cuanto auto se le cruzara con tal de terminar rápido su dosis de vueltas diarias y volver al fin a su casa, a descansar. Elegí la gente, viajar acompañada, apreciar el paisaje, tener las manos libres y la mirada perdida. Pero así también, elegí la guerra.
Ya había casi olvidado esa sensación maniática y a la vez entretenida de viajar en un colectivo lleno, pero no necesité ni diez segundos para recordarla. Subí, contemplé el panorama, y entendí que la lucha había comenzado.
Hice un análisis profundo antes de tomar mi posición. Adelante, gente grande, asientos para discapacitados, pocas probabilidades de ganar un lugar rápido. Y si acaso lo ganara, posiblemente correría el riesgo de tener que perderlo ante el ingreso de algún pobre hombre mayor que lo necesitara más que yo. No. No podía permitir que eso me pasara. Esa es la pérdida absoluta. La derrota total. Es como si un país en guerra perdiera todo su ejército para ganar un territorio y luego lo devolviera a su país de pertenencia. No podía arriesgarme a verme en esa situación en la que el pobre hombre mayor inocentemente subiera con la espalda encorvada y la cabeza gacha, y yo comenzara despiadadamente a girar la cabeza para aparentar que no lo ví. Mirar atentamente por la ventanilla como si del otro lado hubiera algún espectáculo maravilloso que no me pudiera perder. O peor aun, me hiciera la dormida repentinamente, con la culpa remordiéndome la consciencia y sin el valor de abrir los ojos para verificar si alguien le había cedido finalmente el asiento a ese pobre viejo, así yo pudiera nuevamente depertar. No, no podía ni quería llegar a esa situación.
Caminé hacia atrás, pasando la puerta del centro, donde se albergan los más jóvenes y quizás también los que planean un viaje más largo. Pero me arriesgué. Alguien en algún momento tendría que bajar.
Me acomodé en el medio de dos asientos, sabiendo que así tendría más posibilidades de ganar cuando se bajara uno u otro. Pero la gente empezó a subir y el colectivo se empezó a llenar. Ya no podría ocupar dos lugares, tendría que decidir.
Los otros como yo me miraban desafiantes, alertas y preocupados por ver la decisión que iba a tomar, y me hacían saber con sus miradas que no habría vuelta atrás. Una vez que decidiera el lugar, nadie me ofrecería pasar ni me cedería su fortuna si el momento llegara. Entonces me decidí. Aposté todo al chico de barbita candado que escuchaba música en su Motorola V300 negro. Tenía las mismas zapatillas que yo, las Nike grises, eso me gustó pero no fue por eso que lo elegí. A decir verdad, tampoco fue por él, y creo que ese fue mi principal error. Elegí ese lugar porque era el que tenía el caño que va del piso al techo, y me permitía agarrarme más comodamente que las manijas de los respaldos que hay en los asientos. Sí, elegí la comodidad. Elegí luchar desde una posición de privilegio, y por eso perdí.
Muy en el fondo yo sabía que él no se iba a bajar antes que yo. Me lo decía su cara, su aspecto, su forma de acomodarse en el asiento tratando de encontrar la mejor posición porque obviamente todavía le quedaba un largo tramo por recorrer. Lo noté también en su mirada y en su forma relajada de contemplar el paisaje. No como quien vislumbra el lugar al que está por llegar, sino más bien como aquel que pasea sin importarle el tiempo.
Y sí, me equivoqué. Perdí. Me comí un viaje de cuarenta minutos parada, mirando con bronca a los afortunados que se sentaban. A aquellos suertudos e inteligentes que habían elegido mejor que yo, que supieron estar en el lugar indicado en el momento justo. A los que me habían ganado.Bajé del colectivo con la frente en alto, asumiendo mi pérdida con un orgullo casi soberbio. Inclusive bajé antes de lo que debía. Preferí caminar las pocas cuadras que me faltaban, un poco resignada sabiendo que de todas formas iba a seguir estando parada, y otro poco como castigo por mi propia derrota.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Impecable.
Una historia conocida, pero bien contada.
Publicar un comentario