De pronto se sintió un fuerte temblor, seguido de un estallido seco y poderoso que separó, sin titubeo alguno, la ciudad en dos. Una catástrofe nuclear o un castigo del más allá que nadie se preocupó por entender. Simplemente los sobrevivientes comenzaron a correr desahuseados y desesperados, sin rumbo. Se chocaban entre ellos, se pasaban por encima, se buscaban, giraban en círculos más grandes y más pequeños, algunos hasta giraban sobre sí mismos. Todo estaba perdido. Sus casas y caminos, sus familias y hasta ellos mismos.
Algunos tomaron rápidamente la decisión de escapar. Huir hacia otro lugar quizás más seguro. Otros no pudieron con su propia angustia y murieron allí mismo, en medio del caos. Solo uno, un fuerte o un astuto, logró escabullirse por encima del hacha, alcanzar al cruel leñador y pellizcar con toda su furia la mano del hombre que les había apagado la vida. Pero él también murió, ante el comentario de otro humano que anunció fría y desinteresadamente “Tenés una hormiga en el brazo” y luego, la oscuridad completa.
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